jueves, 27 de enero de 2011

TACOS

Tacos

El más reciente sencillo de la banda de moda Jonhy Amnesia y sus olvidadizos sonaba en la radio. Vendían miles de discos en la piratería de todo el país. Don Fabián alcanzó a escucharlo allá a lo lejos en un microbús de la ruta 1. Se puso el siga y don Fabián avanzó por la calzada de Tlalpan, con el cuidado que había adquirido al circular durante años por esas vías tan salvajes para los ciclistas. A pesar de ya tener sus canas, don Fabián todavía podía pedalear rápidamente, pero prefería no hacerlo. Alguna vez había intentado ganar la curva con una canasta llena de tacos; un taxi, al rebasar en doble fila, alcanzó a empujarlo dando con él al suelo. El golpe no resultó tan doloroso como la pérdida de la mitad de la mercancía y su bicicleta que resultó dañada de la rueda delantera.
Aunque todo esto había pasado hacía mucho tiempo, Fabián prefería esperar siempre el alto cuando iba con la canasta cargada, después de todo no cumplía con un horario específico de entrada ni de salida, no rendía cuentas a nadie, salvo a él mismo, no era esclavo del tiempo, como él decía. Si quería ir a trabajar se levantaba temprano y acudía al punto de venta con Los compadres. Allí mismo desayunaba y después se encaminaba a las oficinas que había elegido como punto estratégico hacía ya varios años. Inevitablemente había desarrollado una panza ligera, resultado de la ingesta de tacos y cerveza; no le pesaba, al contrario se enorgullecía de ella, pues pensaba que era mucho mejor tener panza que andar como un perro flaco… eso decía.
Fabián había estudiado hasta la secundaria; no era un mal alumno, de hecho podría decirse que era bastante aplicado, pero sucede que conoció a una chica a la que terminó embarazando. Como ocurre en muchos casos, los chicos se juntan en casa de los papás de ella o de él. Los protegen. Los alimentan. Mandan al chico a trabajar y la chica se vuelve “doméstica”. Un día deciden irse de casa de los padres, porque ella o él no soportan a los padres de él o de ella. Entonces se van a rentar un cuartucho, a vivir como pueden aguantando las miserias de un salario o dos de “ayudante de algo”.
—Lo que sea, puedo hacer cualquier cosa, o puedo aprender…
Así que el chico va saltando de un trabajo a otro hasta que los problemas de la casa son demasiados. Ella regresa a casa de los papás con la cola entre las patas, convencida de que efectivamente el muchacho era una basura y él se queda flotando en el limbo, rentando con otros amigos o viviendo como puede, porque volver… con la frente marchita… ¡jamás!
Cuando estaba en sus peores épocas consiguió un empleo de acomodador en una afamada librería de Miguel Ángel de Quevedo. Poco después encontró la manera de que un compadre suyo sacara libros para venderlos en las universidades; así ellos los daban un poco más barato, les convenía a los estudiantes y ellos se sacaban un dinerito extra. En la universidad se encontró algunos conocidos suyos, pero en su faceta de estudiantes. A él le habría gustado mucho poder estar allí, pero no lo añoraba tanto, al fin ellos terminarían como taxistas o de vende libros como él.





Un librero, una computadora Pentium III, un bote de basura, un stereo del que no sirve el cd, sólo casete y radio. El cuarto huele a humedad, es inevitable, ya se ha aplicado pinol en los pisos, aceite esencial de lima en las maderas… no deja de oler a humedad. Tambaleante uno se acerca a la puerta, aun hay esa imagen que se mueve, de pronto se rompe, de pronto se vuelve a unir como un cardumen de sardinas technicolor. Se aproxima a la cocina con los pies torpes, la mano en la frente, sólo para cerciorarse de que la solución a la resaca no se encuentra en el refrigerador; todo da asco y uno se aproxima con el mismo paso vacilante al baño que con la puerta abierta recibe complaciente.
Al entrar se percibe el olor desagradable que potencia el asco, la mezcla de vómito amarillento y aguado contrastada visiblemente con la mierda por la textura más pastosa y el color más oscuro. Es imposible aguantar la sensación de agrura subiendo por el estómago, el forzudo resultado, ojos lagrimeantes, recargado en el retrete con la recurrente promesa en la boca de que no ocurrirá otra vez.
Al incorporarse hay una mezcla de alivio y asco, un ritual grotesco invade la garganta y el estómago. Más aliviado, se regresa al refrigerador para cerciorarse de que parte de la solución se encuentra adentro. Agua mineral con limón y sal, mucho, mucho chile. Parte de la solución está en el mercado, consomé bien picoso y tacos de barbacoa con mucha salsa. Pero por el momento no es posible salir a la calle, sólo ver malos programas en la televisión mientras es retorcido en el sillón por un terrible dolor de cabeza.
Finalmente, el televisor es apagado mediante un impulso casi inconciente, antes de quedar dormido. Uno despierta más tranquilo, con un aletargamiento corporal tan pesado como una bola de bolos. Lo primero que se hace al abrir los ojos es cerrarlos y volver a pensar que se está durmiendo. Cuando uno se percata de que no es posible seguir en el espléndido mundo de los sueños se le da la bienvenida a la realidad, al mundo de los mortales, con ese ardor en los ojos de quien duerme demasiado y recibe el sol de las 3 de la tarde. La resaca es llevadera, la boca es un desierto con sabor a vómito de las tres de la mañana. Sentado se lleva la mano izquierda a la cabeza como si eso fuera a remediar todo el dolor del cuerpo y tal vez del alma.
—Todo parecía brillar cuando nos engañaron con aquello de quitarle tres ceros a la moneda, compadre, —recordaba— así el dólar no valdría 3000 pesos, sólo 3, pero ¡zaz! nos la metieron enterita, nos la dejaron cayetano… de 3000 a 3, 3 a 13. ¿Cómo pasó eso?
Cosas extraña para Fabián, pero, aunque no lo podía explicar, para él era más simple de lo que parecía…
―Los pinches poderosos, los empresarios y banqueros, los de arriba, los dueños de todo, los que no dejan ser a los demás… claro, no hay de otra.
Algunas veces, después de vender, don Fabián se iba a comer a alguna esquina de la guerrero, consomé y dos tacos de guisado por quince pesos. Los tacos no eran precisamente de res, ni de cerdo; pero estaban muy bien cocinados; ante la dudosa procedencia del agua fresca de tamarindo o de horchata, prefería tomarse un refresco sentado en un periódico que cubría el manchado piso por el que pululaban las moscas espantadas por los transeúntes. La gente miraba una pequeña televisión puesta allá en la estantería de la esquina. Quince muertos más en un balacera entre los narcos y los otros narcos y los policías disfrazados de narcos y narcos que antaño fueron (o siguen siendo) policías.
Al terminar el corte informativo continuó viendo unos de esos programas que lanzan a la fama a cualquier ingenuo hijo de vecino lleno de deseos de dinero, de drogas. Ambición que por otra parte representaba los deseos irrefrenables de gran parte de la población hipnotizada. Las bolsas llenas de agua colgaban de lazos llenos de moscas en las esquinas del changarro. La calle era poco transitada, un par de ancianos caminaba por el lado contrario, una pareja con su hijo en brazos y otro en la espalda de ella, apareció un par de perros, un choque, unos niños en patines; unos ejecutivetes de segunda, mandos medios ávidos de poder, pasaron casi pateando a Fabián. Le daba risa, su patética actitud, de querer escalar a la cima inalcansable, de aceptar ser títeres de los de arriba y le daba risa cómo aquella esquina tan tranquila se había convertido en un lugar tan transitado en un minuto, lo había vivido muchas veces, y se preguntaba si había algún loco matemático dedicado a hacer una fórmula y mil ecuaciones para calcular la vida…
― Seguro que sí.
Y se quedaba sonriendo deseando que encontraran la respuesta, y pensar que él también lo había pensado para después concluir que no servía de absolutamente nada en su vida de vendedor de tacos de canasta.
Camino a casa recordó comprar veneno para ratas. En un inicio no había tantas y podía con ellas, a veces alguna se metía en al piso y había que cazarla, pero por lo general se mantenían fuera. En algún momento habían comenzado la reproducción salvaje y ahora estaban fuera de control. Los jonquis de la vecindad no harían nada, las vecinas de arriba parecían haberles asignado un territorio, sólo dos o tres habían acordado arremeter en contra de los roedores. La solución: un ácido que las destruye por dentro, pero la maniobra consiste en que no lo tienen que tocar los humanos porque su olor las ahuyenta; conclusión: el humano apesta.




Los jefes de seguridad se dieron cuenta y lo detuvieron en la salida, agarraron al compadre, se lo llevaron al cuarto de cámaras, allí dentro le enseñaron un par de grabaciones, ya lo tenían avistado, curiosamente en todos los videos aparecía Fabián...
—Llamen a Fabián.― Dice la encargada.
―Déjennos solos.― Dice el encargado a los de seguridad.
―Pues... ¿cuánto nos han robado?― El par de gentiles encargados voltean a mirarse tranquilamente. ―Sólo dígannoslo para que todo sea más rápido... miren... sé que están nerviosos, pero, a ver... vamos a platicar.
En el salón sonaba Thelonious Monk. La desesperación me invadía, Alcancé a mover la cabeza, nunca había estado en esa posición tan incómoda, un frío me recorrió la espalda hasta llegar al culo, comprendí la frase cagarse de miedo, probablemente llamaría a la policía o me haría pagar el triple. Por fin habló mi compadre.
—Pues fui yo, él no sabe nada, ni lo conozco, yo le preguntaba por varios libros, y pa` que juera más fácil, cuando él se voltiaba a buscarlos, yo me clavaba otros en la barriga.
—Ah muy bien... ¿ya ves cómo es sencillo?— El tipo tranquilo, comprensivo, se giró, caminó un par de metros, ahora nos daba la espalda, como si no nos estuviera permitido ver su cara oculta. Al voltear, vimos su rostro furibundo y deforme, una transformación monstruosa.
—¡No permitiré que ningún hijo de puta como tú me robe!
Se acercó con grandes pasos y soltó un golpe lleno de ira en la boca del estómago de mi compadre, él desfalleció, y aprovechó la situación para llevárselo a la bodega que había al lado; yo me quedé paralizado en una silla de mimbre. La captora estaba frente a mí, viéndome fijamente, una mesa nos separaba.
—Bueno, pus dice que no eres su cómplice, pero no hay manera de probarlo —se quedó pensativa— bueno, igual sí que hay manera, todo puede probarse, puedo llamar a la policía, y supongo que tú no quieres que yo los llame... ¿o sí?
El humo del cigarrillo jugaba con las burbujas de jabón que soplaban los niños, coqueteaban, bailaban, les hacían el amor. Fabián abrió otra cerveza y recordó:
—Ira, tú te robastes los libros, no hay duda ninguna, entonces lo indicativo es que pase a llamar a la policía y te arresten unos cuantos años, y me pagues lo de unos tres mil libros, que es más o menos lo que te has venido robado, no? —entonces se estira en la silla, se levanta, camina un poco, se desliza hacia mí sigilosamente —Chúpamela y te dejo ir.
Pienso que no escuché bien, pero lo repite ante mi cara de idiota.
—Con una mamada se arregla todo. No podrás seguir trabajando aquí, pero por lo menos no te vas al bote, allí te violarían sin chistar y estás muy bonito como pa` que te la metan y te rompan el culito… así que, ¿cómo ves? —Rubia falsa que exhala lívido y perfume barato. Se sube la falda, se baja el encaje que cubre su rasurado sexo en forma de I, me agarra la cabeza y me empuja hasta su sexo. No sé qué hacer. Comienzo. Me agarra el pito. No se me para. Comienza a chillar silenciosamente, se tira pedos, me da asco su olor y su sabor ácido. Me pide que se la meta… no puedo, no se me para, se irrita, me golpea, me mira con desprecio, soy un cerdo, me escupe, me mea, me golpea de nuevo, me pide que siga chupándola, obedezco mientras Thelonious Monk llueve acompasadamente en la librería, mojando toda la calle.
Los sábados jugaba fútbol en un equipo perdedor de una liga de quinta. Pero eso no impide que hoy se haya quedado hasta tarde bebiendo frente a la televisión, a la espera de algún golpe de suerte que nunca llega en ninguno de los sentidos, ni económico, ni amoroso. Se queda absorto al encontrar la vuelta ciclista a España:
—De no haber sido taquero, yo habría sido ciclista. El mejor —Añade mientras apaga, desanimado, el televisor. —Vaya paradoja que es la vida— (de hecho lo era) y mira su panza con una melancolía indescriptible
—Ahora somos tú y yo…― Se dice, mientras se da unas palmaditas como si tratara de tranquilizar una mascota. Ahora sale al balcón, los niños de la vecindad juegan a hacer burbujas de jabón, al ver pasar una grande enfrente piensa que así debe ser la libertad. Le había estado dando vueltas a la idea de irse por allí, desaparecer de una vez por todas, sólo quería disfrutar un poco la vida, conocer a alguien especial, ese tipo de cosas cursis.
Una cerveza, otra. Las burbujas de jabón suben por entre las plantas esquivando las hojas, por entre las escaleras, por entre los arbustos de la mugrienta vecindad, se mezclan con el humo de cigarro de los viejos adictos a la piedra. Fabián, pensativo, saca un cigarro, lo enciende llevándose la mano del cigarro a la sien, mientras exhala la primera bocanada de humo. Agarra su bici, y sale de la vecindad. Se encamina a casa de su compadre. Ya era tarde, pero conducir por el centro sigue siendo igual de peligroso. Insurgentes, Revolución, Eje Central. Una noche cálida, gente estridente, la calle repleta de basura.
Pasa una camioneta grande con 4 chavales, siente rozarle algo por arriba de la cabeza, una botella de cerveza se estrella estrepitosamente contra la pared. La camioneta sale disparada pintándole huevos y refrescándole la madre a Fabián... ¡Qué impotencia! No puede hacer nada, maldice a los 4 chavales hijos de algún diputado o algún artistilla mediocre, un auto negro con cristales ahumados y tres antenas de radio los sigue. Aun si pudiera alcanzarlos, ¿qué haría?




Nada... absolutamente nada... ese era un reflejo de lo que ocurría en la ciudad, en el país, en el mundo entero tal vez. Nepotismo, juegos de poder. Sigue pedaleando. Sorpresivamente siente otra botella pasar cerca de él, dos botellas, ninguna acierta, Fabián se detiene y les dice que son unos pendejos sin puntería.
Ellos allí a cinco metros de distancia en la calle, él en la banqueta esperando un nuevo ataque de los insulsos y así es; uno de los cuatro idiotas desenfunda una pistola, desesperadamente Fabián deja la bici, lleno de sorpresa se cubre detrás de una banca de cemento y entra en una callejuela para cubrirse entre unos autos, las hienas chillan grotescamente de alegría; no, no es alegría, es euforia, euforia de drogas. Lo escucha allá a lo lejos, la camioneta arranca patinando las llantas y detrás de él, el coche rémora con sus tres antenas, como una sombra.
Afortunadamente no lo ha alcanzado ninguno de los disparos de los idiotas, está bien, está a salvo, las paredes despostilladas y los cascos de las balas tirados en el piso. La bici perforada, el asiento desecho y una llanta pinchada. Fabián ahora regresa caminando, empuja la bici. Al llegar fuma un poco de piedra con los jonquis de la vecindad, al pasar una rata frente a él, recuerda que debe acabar momentáneamente con el problema, porque las ratas no se terminarán, eso lo tiene seguro y se dispone a descansar para los tacos del día siguiente.
Se levantó temprano para arreglar la llanta delantera. Se bañó y preparó sus cosas. Fue a Los compadres al encuentro de los taqueros con el asiento roto, como estaba. Como de costumbre preparó la canasta y dijo que no se sentía muy bien, que necesitaba descansar. Así que dejó su canasta para que la vendieran en su lugar, y regresó a casa. Compró un atole de chocolate y un tamal de rajas con queso, agarró sus cosas y se dirigió a la estación de autobuses del norte, compró un boleto, abordó el autobús y se fue.
Al día siguiente llegó a un pueblo al norte del país y alcanzó a leer el titular de un periódico sensacionalista: TAQUERO ENVENENA 54. Un taquero de la Ciudad de México echa veneno para ratas en la salsa de sus tacos. Aún no se sabe su paradero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario