Una situación extraña
La buena vida, el regalo y el reposo allá
se inventó para los blandos cortesanos;
mas el trabajo, la inquietud y las armas
sólo se inventaron e hicieron para aquellos
que el mundo llama Caballeros andantes.
Caballero de la triste figura
Al llegar a la ciudad de México, se hospedó en un hotel del centro, desde el cual podía verse la plancha del zócalo llena de manifestantes que protestaban por una cosa u otra, pero ante todo la real protesta era por la insondable indiferencia de los gobiernos para resolver necesidades básicas de la población. También se veía gente sentada en el piso con carteles de plomeros, electricistas, albañiles, fontaneros, literatos, científicos, matemáticos, escritores y jardineros ofreciendo sus servicios; algún trabajillo a la semana les permitiría mantenerse a flote ante la indiscriminada escalada de precios de la canasta básica. El presidente prometió que la gasolina no subiría, pero la población era espectadora del llamado “gasolinazo” por sexta ocasión. En una economía basada en el petróleo basta que suba un poco el combustible para que todo lo demás se dispare automáticamente.
Los comerciantes irregulares se aglutinaban en grupos y se disgregaban cuando algún de policía se acercaba, parecían cardúmenes que se rompen cuando hay algún depredador cerca. Eso lo había vivido ya en Barcelona; los inmigrantes africanos vendedores de bolsos, de ropa y lentes para sol siempre vigilados de cerca por la policía era la imagen que le vino a la cabeza. «Al final la “Nueva España” no es tan diferente a la Vieja» pensó.
Al salir del hotel encendió un cigarrillo y caminó por las calles virreinales, entró en una vinatería, compró dos botellas pequeñas de ron. Se dedicó a recorrer el centro. Ya le habían hablado de la cantidad de librerías que había en una sola calle. Aunque había descubierto la lectura en una época relativamente tardía, a los quince años apenas había leído unos cuantos libros, la literatura clásica le aburría y apenas había leído tres capítulos de El Quijote de la Mancha, se recuperó rápidamente cuando comenzó su interés en el rock progresivo con todas esas referencias literarias. Y quedó sorprendida cuando su profesor de literatura del instituto les narró un pasaje de La Iliada. La cruel carnicería despertó un sorprendente interés por aquel mundo hasta entonces desconocido para ella.
Lo que nunca imaginó era que, así como había una calle llena de librerías, también las había de papelerías, de ferreterías (que allí llaman tlapalerías), de maderas, de telas, de imprentas, de artículos electrónicos, de albañilería y artículos para el hogar. Le vino a la memoria un pasaje de Bernal Díaz del Castillo en el que describía minuciosamente el mercado de Tlatelolco. Visitó la Plaza de las Tres Culturas, ese lugar que había visto cosas inauditas: sacrificios rituales, conquistas, terremotos, matanza de estudiantes… Antes de dirigirse hacia allá entró a un restaurante pequeño y comió abundantemente hasta saciarse. Allí se quedó viendo pasar la gente. La camarera le preguntó si esperaba a alguien o podía desalojar la mesa porque ya era la hora de cerrar, eran las cinco de la tarde. Había atardecido rápido, estaba absorta, sorprendida. Incluso sentía la mandíbula floja, delicado contraste a su realidad apegada a las tensiones maxilares.
Miró su reloj, miró al cielo que comenzaba a cubrirse levemente de nubes, nubes de pájaros, nubes de lluvia que no tardó en desatarse como nunca había visto e ignoraba que habría una lluvia diaria similar en toda su permanencia, con alguna excepción de días de llovizna ligera que allí llaman “mojapendejos”. En la noche fue a emborracharse a la plaza de Garibaldi. Quiso ir allí porque en Barcelona había una plaza llamada Plaza del Rey cuya placa siempre le había llamado la atención “Plaza del Rey, hermanada con la Plaza de Garibaldi de México”. Por un momento logró olvidar todo lo que la había llevado a ese lugar. Aunque sentía la profunda necesidad de no hablar con nadie, algunos borrachos comenzaron a hacerle la plática: «¿Qué tal? ¿Ya te abandonaron o porqué estás tan sola? ¿Ah, eres de España? ¿Qué tal la madre patria? ¿Qué te ha traído por aquí? Lo que necesitas es un poco de compañía. ¿No? ¿Porqué no? Bueno, está bien, no te pongas en ese plan, sólo queríamos hacerte compañía… Bueno pues con cuidado güerita, por aquí hay mucho ratero. No te fíes de nadie.»
Al día siguiente despertó en su cuarto de hotel, tirada en la alfombra roja que cubría la sala, le dolía la cabeza, le dolían las costillas y le dolía la cara. Al parecer la borrachera tequilera había sido monumental. Sin embargo, a pesar de la resaca no tardó en percatarse que no todos lo dolores estaban directamente vinculados con la ingesta de tequila. Al verse reflejada en el espejo del baño descubrió que uno de sus ojos no estaba del todo abierto, al abrir la boca le dolía la quijada, al descubrirse frente al espejo vio un moretón casi del tamaño de un plato de fruta en las costillas. Trató de recordar, esfuerzo nulo, no podía recordar absolutamente nada.
A esa hora no le preocupaba ninguna otra cosa más que dormir. Tomó un par de aspirinas y abrió una botella de agua del minibar, no había cerrado los ojos cuando sonó el teléfono de la habitación. Arrastró los cuatro pies hasta el aparato y descolgó el auricular.
Una voz de terciopelo le acarició el oído. «Estuviste genial ayer». Te quedaste perpleja. «¿Genial en qué?» La voz te contestó sin ningún ademán de broma, ni de tomadura de pelo. «Pues, francamente en todo, no es necesario que te describa todo lo que hiciste, pero me pareció que estuviste increíble. No estás queriendo darte demasiada importancia, ¿o sí? Bueno espero visitarte esta tarde, espérame en tu habitación.»
Sin entender absolutamente nada trataste de recordar algo, lo que fuera estaría bien, pero no lograste traer ningún recuerdo a tu memoria, ¿qué habrías hecho para que aquella cadenciosa y femenina voz te llamara tan cariñosamente, tan exquisitamente y te reclamara con tanta insistencia? Cuando sonó el timbre abriste los ojos pesadamente, llevabas varias horas durmiendo. El timbre te reclamaba como si su sonido fuera un mosquito violento. Por supuesto esperabas que fuera algún mozo, esperabas que todo lo ocurrido fuera una gran mentira, un sueño pesado, al incorporarte sentiste un terrible dolor en las costillas, y poco a poco fuiste preparándote para recibir la cruda realidad de que lo que estabas viviendo no era un sueño. El timbre seguía sonando, miraste el reloj, faltaban doce para las cuatro, las tripas te rugían como un microbús de la ruta 1. «Ya voy» dijiste pesadamente, arrastraste tus llantas traseras hasta la puerta y abriste.
«Hola» dijo un hombre de mediana edad con la mirada fija en ti. «Hola» «¿Puedo pasar?» «Ehhh…» no te dio tiempo de responder, él ya estaba adentro. «¿Qué pasa, te encuentras bien?» «Ehhh… sí, claro.» ¿Quién demonios era ese tipo? Te parecía haberlo visto alguna vez, pero no tenías esa seguridad. «Bueno, pues… parece que no me recuerdas… Soy Enrique, Enrique Vila-Matas.» Seguías con los ojos abiertos… «Vila-Matas, el escritor, nos conocimos en Barcelona, ¿no recuerdas?» Claro el escritor. No sabías que conocieras a Enrique Vila-Matas. «Ahh Enrique.» sin saber qué decirle alcanzaste a ladrar algunas palabras. «Ahh enrique, he leído un par de libros tuyos» Estuviste a punto de decirle la verdad, que sólo habías leído un libro suyo, pero eso podría ser muy relativo, porque en realidad no lo habías terminado, comenzaste a leerlo en el baño de una amiga y cada vez que ibas a visitarla te leías algún capitulillo, pero decidiste decirle que habías leído un par de libros suyos. Aunque ultimadamente, si estaba allí frente a ti, ¿acaso sería necesario decir eso?
Él se te quedó mirando con los ojos bien abiertos y esbozando una sonrisita que pudiste distinguir por la comisura de sus labios. Eso te pareció un poco conocido… Pero seguías en la perplejidad absoluta. Más bien, esperabas a una mujer. Había algo extraño en aquella situación, si no es que la situación completa era extraña, ese tal Enrique que tenías enfrente era una persona de unos cuarenta años, una persona que no correspondía mucho con la imagen que tenías de Enrique Vila-Matas.
Mientras te decía que le había dado mucho gusto verte y saber que estabas bien se sentó placidamente en uno de los sillones de la sala después de tomar un vaso y servirse un poco de agua con hielos. «¡Ah! Qué buen sillón» Y después de una pausa para reclinarse y arrellanarse, agregó «¿Me sirves un poco de vino? Parece que esa botella todavía tiene algo, ¿no?» Dijo mientras señalaba la botella que estaba tirada debajo de la mesa. Te contó que estaba bien de salud, aunque con algunos achaques en la espalda baja «Es por tanto escribir en esa posición tan incómoda, si tuviera una silla como esa que se ve allí todo estaría mucho mejor, me gustan las sillas cómodas pero nunca he logrado conseguir una que sea adecuada a mis necesidades.»
Todavía no sabías muy bien qué estaba pasando cuando sonó el timbre de nueva cuenta. Los dos se quedaron mirando la puerta sin intención de abrirla… «¿Qué no vas a abrir?» Te dijo seriamente. Fuiste a la puerta esperando que fuera la mujer de la llamada telefónica. Allí en el umbral apareció una mujer muy desmejorada, de mediana estatura, de edad indescifrable, bien podría tener veinte como cuarenta, con ojeras, la ropa sucia y un poco rota, la mujer no estaba sola, la acompañaban tres críos de un aspecto empobrecido, enseguida notaste que no estaban pasando precisamente por el mejor de los momentos. «Gracias» te dijo con un tímido hilito de voz. Conforme iban desfilando frente a ti viste que el mayor de los niños tenía una bicicleta de juguete entre sus manos y simulaba que volaba, que tenía alas, «¿Será que tu ficción es más plausible que la realidad que estoy viviendo ahora?» Te descubriste pensando. El niño parecía feliz a sabiendas de la situación que pasaban, porque seguro ya tenía edad para darse cuenta de algunas cosas crudas de la vida.
«¡Ah!, ya llegaron, qué bien». Dijo Enrique. «Les dije que vinieran. Que ya estarías aquí». El más pequeño de los niños, de brazos todavía, comenzó a chillar estrepitosamente, lo cual no te cayó muy bien con el dolor de cabeza que traías. Un poco desconcertada, o más bien bastante desconcertada por todo lo que estaba ocurriendo, te disculpaste y entraste a tu recámara. «Quizá con un baño tibio todo se aclare, quizá es un sueño, es un mal sueño». Entraste a la regadera y te lo tomaste con calma, todo había sucedido muy rápido, apenas era tu segundo día allí, seguro había una explicación lógica para todo esto. «Si pudiera recordar lo que sucedió ayer todo se aclararía.»
Cuando terminaste de bañarte te envolviste en tu albornoz azul y deseaste con todo el corazón que al salir de allí no hubiera absolutamente nadie en la sala. Te sorprendiste al ver que así era, no había nadie allí, te dispusiste a pedir algo para el desayuno de las cinco de la tarde, pero cuando llegaste al comedor ya estaba todo servido: jugo de naranja, café con leche, pan tostado, mermelada de frambuesa, mantequilla, enchiladas de pollo con huevos fritos y carne asada y seis personas sentadas ordenadamente esperando a que tomaras asiento. Todos te veían detenidamente y tú los viste uno a uno a los ojos. Los niños impacientes rogaban porque te sentaras de una vez porque se les había dado la orden de no comenzar hasta que llegara la persona que con gentil nobleza los había recibido con los brazos abiertos.
Sin embargo, al entrar a la ducha había cinco personas y ahora eran seis. ¿Quién era
esta persona que se disponía a compartir el desayuno contigo? Te lo tomaste todo con calma, antes que nada había que desayunar con tu intenso dolor en las costillas. Habías llegado a México con un plan muy específico, no habías ido por viaje de placer, tenías cosas importantes, había gente esperándote. Desayunaste sin poner atención en las demás personas, cuando terminaste te fuiste a la cama, sin decirle nada a nadie.
Al día siguiente te despertó el llanto interminable de un niño. En la mesita de noche había una nota:
Disculpa que me haya ido sin despedir, entiendo que estés muy cansada, te veré después si tú quieres. Enrique también ha tenido que irse, tiene un vuelo a Barcelona a las 11:00 de la mañana. Lo acompañaré al aeropuerto.
Saludos y besos. YO.
Cuando te incorporaste pisaste algo que te hizo resbalar y terminar en calidad de bulto en el suelo. «¡Joder!» Allí estaba destrozada la bici de juguete del más grande de los niños. Malhumorada fuiste directo a la sala, no era posible aquella situación, tenías que hacer algo al respecto. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Por qué habían invadido tu habitación y dejado la casa tirada por todas partes? Los buscaste, pero no había nadie. Recordaste que tenías una cita importante a las 14:00 y tenías que preparar cosas y salir corriendo. Lo resolverías después.
Los dos días siguientes hiciste tranquilamente tus cosas, no tuviste noticias de los niños ni de la mujer. Fue al tercer día, cuando regresaste a casa en la tarde, después de dar un paseo por aquellas enormes pirámides llenas de símbolos incomprensibles para ti, que al entrar a tu hotel, estaban ya esperándote en el comedor. Sentados, allí en silencio. Ahora podrías resolver cosas. Te sentaste tranquilamente y comenzaste a hacer preguntas. Pero ellos apenas balbuceaban algunas palabras. La mujer comenzó a darte un discurso en un idioma que jamás habías escuchado. No entendiste nada, por supuesto. Ella te dio una hermosa vasija de barro pintada delicadamente y te dio las gracias en español. En seguida les dijo algo a su manojo de hijos y salieron desfilando del piso, el más grande de ellos tenía en sus manos la pequeña bicicleta de madera. Estaba como nuevo aquel juguete que habías destrozado sin querer. Allí iba cabalgando imaginariamente ese niño que tenía encerrado un pequeño dios en él.
No sabías si volverías a verlos, ya te quedaba poco tiempo en la ciudad y todo tu horario estaba planeado. En realidad dabas gracias que todo fuera a terminar pronto. Habían sucedido cosas muy extrañas y no querías volver a pensar en ello.
El último día de tu visita recibiste una postal desde Barcelona.
Hola, te mando saludos desde tu tierra natal. La he pasado muy bien... Ya estoy esperando verte de nuevo. Muchos saludos y besos. Atte. Ya sabes…
PD. Trae por favor unas tortillas, ¡las extraño mucho!
Así que la cosa no había terminado después de todo…
Había que volver a España y tratar de esclarecer todo de una vez por todas. Visitaría a ese tal Vila-Matas, seguro él sabía algo al respecto.
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